Si me dejase llevar por lo que siento ahora, si quitase el tapón de esa botella que hay en la mesa, estoy segura de que diría millones de cosas feas. Que te odio, que te odio con todas mis fuerzas, por mentir, por dejar que viviese en esa jodida mentira en la que he vivido durante años. Sonriendo, siempre sonriendo como una gilipollas, sin saber que lo nuestro no era real, que la única que se había tirado sin red era yo. Lo peor de todo esto es que nadie desde fuera lo podía ver; de otra forma, esto no habría ocurrido. No habría seguido viviendo ese mito, hinchando ese puto globo festivo en el que estaba escrito MENTIRA. Joder, era tan grande que ni siquiera sabía que había letras pintadas en él. Y, en el caso de que las hubiera –pensaba algunas veces–, estaba segura, segurísima, de que pondría AMISTAD. Pobre ingenua.
Luego, algo más calmada, medito con mayor tranquilidad. Miro fotos, vídeos. O simplemente recuerdo momentos contigo... y me dan ganas, muchas ganas, de pensar que en realidad sí estabas a mi lado, sí sentías lo que decías sentir. Y vuelvo a pecar de ingenua.